Medusa

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                                                                                                                                            Medusa

Beatriz Salcedo-Strumpf

 

Decía Casandra a sus conocidos: —“Medusa” es una de las felinas más bellas del planeta.

Medusa, una gata de angora, tenía un ojo verde y otro azul. Su larga cola esponjada se convertía, pomposamente, en un signo de interrogación cuando su ama la sacaba a pasear por el parque al atardecer como si fuera un canino. Cuando los otros perros la veían, se acercaban con cautela hacia ella; pero Medusa, ceseando, de inmediato les metía tremendo rasguño en la nariz, y ellos desaparecían espantados como si hubiesen visto al mismo Lucifer.

Muchos alababan su voluptuosidad y elegancia. Los transeúntes se paraban para acariciarla, y preguntarle a Cassandra cómo la había entrenado a andar con correa.

—Lo hace por instinto —afirmaba con mucho orgullo.

Cassandra era una solterona retirada de la enseñanza. Vivía sola en un apartamento y tenía con Medusa una relación estrecha; ambas pasaban casi todo el tiempo juntas; excepto cuando su dueña iba de compras al centro comercial, o al supermercado, o a pagar las cuentas al banco, o a visitar a sus amigas en la escuela donde trabajaba. Eso sí, al salón de belleza llegaban juntas porque a ambas les cortaban la melena un poco cada mes.

Por las noches, Medusa se acurrucaba al lado de su ama y su ronrroneo la llevaba al mundo de los sueños. Parecía que ambas gozaban de una relación erótica: Cassandra disfrutaba de los apasionados lamidos de Medusa con su lengua rasposa en el rostro, en los brazos y en las piernas. Medusa se estrechaba a ella sensualmente para que acarciara suave su esponjoso pelaje por todo el cuerpo.

Un día Cassandra conoció a Héctor en el parque. A él le llamó la atención la elegancia del andar de ambas, y la larga cabellera negra de la mujer. Inició la charla alabando a Medusa y, a partir de ese día, Héctor aguardaba con gran emoción la llegada de Casandra con su bella felina.

Después de varias semanas de encontrarse en el parque, Héctor se animó a invitar a Cassandra a una cafetería; ella aceptó muy gustosa.

Luego de una agradable charla lo invitó a su casa. Al llegar, Cassandra se sorprendió que Medusa no vino a recibirla con su acostumbrado miau musical. A los pocos minutos de llamarla, apareció y se acercó al hombre para olfatearlo como si nunca hubiese olido a otro. Héctor se puso un poco nervioso por el comportamiento de la gata curiosa. Al tratar de acariciarla Medusa le dio un fuerte rasguño. Fue tal el arañazo que Cassandra se ofreció lavarle la herida para que cesara el sangrado y evitar una infección.

Esa noche Héctor se despidió de Casandra un poco confuso por el arrebato inesperado de la gatina. La mujer le aseguró que Medusa se acostumbraría pronto a su presencia, y él asintió con la cabeza.

También esa noche, Medusa se rehusó a dormir por primera vez en la habitación de su ama. Se acurrucó sola en el sofá de la sala. Sorprendida, Cassandra se fue a su aposento sin comprender la conducta de su adorada felina.

Los días trancurrían. Por lo menos dos veces a la semana, Cassandra y Héctor se reunían a charlar en la misma cafetería de su primera cita. En una de sus citas, Cassandra le propuso que fueran a su apartamento para ver si ya se le habían calmado los celos a Medusa.

Esta vez, Medusa sí salió a recibir a su ama y, tan pronto como Cassandra se sentó en su acostumbrado sillón, brincó a su regazo e inició su coqueto ronrroneo. Cuando la charla estaba muy animada entre ambos, Héctor se ausentó por un momento para ir al baño; entonces Medusa aprovechó para orinar en el saco de él sin que la mujer se diera cuenta. Al volver, Héctor se sintió más relajado por el comportamiento tranquilo de Medusa.

Un poco después él dijo que era tiempo de despedirse. De pronto le llegó el inconfundible y desagradable olor a orines de felino. Tomó su saco y comprobó que el hedor provenía de ése, además estaba completamente húmedo.

Una vez más, Cassandra, apenada, y disculpándose con Héctor, le explicó que Medusa nunca había cometido tal fechoría a nadie, y que probablemente estaría enferma. Le aseguró que la llevaría al veterinario al día siguiente. Además, se ofreció a llevarle su saco a la tintorería.

Héctor se despidió amorosamente de Cassandra, aunque preocupado por el atrevimiento de Medusa hacia él.

Cuando el hombre se marchó Cassandra miró a los ojos azul-verde de Medusa y la confrontó con severidad: —¿Por qué te empeñas en hacerle groserías a mi nuevo amigo? Tienes que acostumbrarte a compartime, mi gatina.

Sin que se diera cuenta Cassandra, los ojos azul-verde se tornaron de un rojo encarnado, rabioso y malévolo.

Medusa, sin maullido o ronrroneo, se dirigió a la cama de Cassandra, indicándole que era la hora de soñar sobre las almohadas de plumas de ganso.

Al día siguiente, Cassandra llevó a su minina con el veterinario. Los resultados no indicaron infección ni enfermedad.

A Cassandra se le ocurrió que, quizás, por la mañana, deberían salir los tres a pasear y luego ir a tomar un café. Tal vez Medusa disfrutaría la caminata diurna, y su mente se ocuparía en molestar a los galgos o, a tratar de cazar a los pájaros y ardillas.

Héctor aceptó el plan y se dieron cita en el parque donde se conocieron.

Él las aguardaba con impaciencia y ansiedad. Para la sorpresa de ambos, Medusa ignoró a Héctor. Los tres caminaron hacia la cafetería que tenía una jaula con un chango que divertía a los parroquianos con sus piruetas. Esa mañana el mono estaba fuera de su jaula.

Medusa, sin contener su curiosidad, se le acercó, y éste lanzó tremendo grito al verla. Fue suficiente para que se originara entre ambos un jaloneo de estira y afloja hasta que intervinó Héctor, tratando de separarlos sin éxito y, saliendo, una vez más, todo arañado por ambos animales. Entonces se aproximó uno de los meseros y se disculpó por dejar fuera de su jaula al animal.

Cassandra cargó a su felina y le pidió a Héctor que abandonaran el sitio. Caminaron en silencio rumbo al apartamento de Cassandra. Ella lo invitó a tomar un té para calmar los nervios después del trágico incidente. Héctor aceptó, mencionando que sólo se quedaría por unos minutos. Cassandra puso el disco “Himno a la alegría” de Beethoven, y se disculpó por unos instantes para ir al baño.

Héctor permaneció en la sala sentado en uno de los sofás con Medusa. Enfrente se encontraba un espejo sobre el cual vio cómo las orejas gatunas se convirtieron en cuernos; la cola esponjosa se tornó roja, larga y delgada; los colmillos le crecieron y adquirió una estatura que abarcaba todo el espejo. Cuando a Héctor lo envolvió un olor a azufre, y la sensación de odio que emanaba de esa imagen diabólica, empezó a sudar copiosamente y a respirar con dificultad. Su corazón no soportó esa visión maléfica, cayó como fulminado por un rayo sobre la alfombra de la habitación.

Cassandra escuchó el fuerte golpe y se apresuró a la sala; boquiabierta y espantada al ver el cuerpo inerte de su amado, trató de reanimarlo con respiración artificial. Al no lograrlo, llamó al 060.

Casandra decidió esperar a la ambulancia en un sillón. Medusa brincó a su regazo y lamió sus manos con actitud de consuelo; de reojo miró hacia el espejo que adornaba la pared para ver su imagen de demonio que sonréía malefícamente por su fechoría exitosa.

Mientras, su ama escuchaba a lo lejos el ruido de la ambulancia, y sollozaba por la pérdida de Héctor.

 

 

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