Por Beatriz Salcedo Strumpf
No dejaba de mirar el féretro. Veía la cara de mi madre, no me parecía que estuviera muerta. Quise creer que estaba tomando una siesta como las que acostumbraba después de comer. Me había dolido tanto el no haber platicado con ella por última vez. Los hombres de bata blanca me habían asegurado por teléfono que después de la operación, mi madre podría volver a casa: “su mamacita se está recuperando y pronto la daremos de alta”
Yo había viajado todo el día, y cuando llegué a la ciudad, me dirigí de immediato a un hotel. Era tarde para visitarla en el hospital, además, yo estaba exhausta. “Mañana, muy temprano iré a ver a mi madre”, pensé. El timbrazo del teléfono sobresaltó mi sueño a las tres de la madrugada: “Tu mamá acaba de fallecer”, dijo una de mis cuñadas. Una conmoción recorrió mi cuerpo.
Desde ese año, en vez de celebrar las fiestas decembrinas, pienso en mi madre y su partida. Aquella madrugada, medité en los reveses que tiene la vida.
Seguía frente al féretro, observando el semblante pálido de mi madre. De vez en cuando me distraían los lloriqueos y rezos en el velorio. Pensé que los hijos tal vez representen la inmortalidad de los padres, y en efecto, allí nos encontrábamos todos, e incluso uno que otro de sus nietos. Seguía divagando sobre la muerte. Ésta llega en cualquier momento; sí, somos mortales; lo sé de sobra, pero a veces es difícil aceptarlo. Pensaba en mi abuelita Milagros que había muerto años atrás. Cierro los ojos y veo a aquella viejecita frágil, pero de carácter fuerte. Se había casado en tiempos de la Revolución y su marido se enlistó con las villistas. Ella nunca supo como murió su esposo. Simplemente, un día lo habían encontrado sin vida. Recuerdo al pie de la letra su útlima frase cuando me contó esto la abuela: lo sepultaron de inmediato por cuestiones de higiene.
Su viudez le duró poco y un buen día se topó con el hombre quien sería mi abuelo. A él, solo lo conocí por los comentarios de mis familares: … era muy minucioso para rasurarse la barba, comentaba mi madre; era un borracho y un zángano incorregible, solían decir otros; murió de cirrosis, afirmaba mi tía Angélica: era tan trabajador y perfeccionista, aseveraba mi tío Alberto… Fue tan difícil para mí tener una idea clara sobre él. Mi abuelita decía que su esposo no ganaba lo suficiente para mantener a sus siete hijos. Así que ella misma se las arreglaba lavando ropa ajena y vendiendo unos bellísimos suéteres que ella misma tejía, Durante un verano, siendo yo niña la acompañaba a trabajar. Tocaba de puerta en puerta cobrando a sus deudores, y muchas veces, ellos, o se escondían de ella o simplemente se rehusaban a pagarle. A mí me daba tanta rabia que se le escondieran para evitar saldar sus deudas que, les entregaba notas a cada uno dejándoles saber que la policía vendría a cobrarles la próxima vez, y que se apuraran a pagarle porque a mi abuelita le urgía su dinero. Lo más probable es que ni siquiera leyeran mis mensajes: Dios lo arregla todo, mijita, me decía ella con elocuente resignación. Para mi abuela, Dios solucionaba todo.
Ella fue una analfabeta por mucho tiempo. Aprendió a leer y a escribir en la tercera edad, sólo para poder leer las cartas que yo solía enviarle desde aquí desde este país al que me mudé desde que era una adolescente. La abuela me lo comentó es una de sus cartas: …Mila esta es la primera carta que yo te escribo. Por fin dejé de ser una burra para poder contestar tus mensajes. Me quedé perpleja al enterarme de esto. Mis cartas continuaron llegándole con mas frecuencia. Aún recuerdo vagamente, uno de esos días de mi niñez. en que mi abuela solía vistarnos anualmente. Mi madre regañaba a mi abuela por no acordarse de la lista de los comestibles que le había ordenado comprar en la tienda de la esquina; en esa ocasión le dijo con un tono muy mal humorado: Tiene que aprender a escribir, para que no se le olviden las cosas. A mí me desagrado el tono de mi madre. Sobre todo porque yo adoraba a mi abuela. En aquel momento, me fue imposible creer que mi abuela no supiera leer, y creí que mi madre solo deseaba avergonzarla frente a mí.
Mi padre le guardaba un gran respeto a mi abuela. El siempre seguía sus órdenes. Todavía está fresca mi memoria, aquel día que mi padre me hizo bajar la bastilla a mi bello vestido verde: Fernando, ¿cómo le permites a esa muchacha que enseñe las piernas hasta ese extremo? Eso es un pecado, eso es un verdadero pecado… Yo no comprendí el gran pecado que estaba cometiendo, pero me costó arduo trabajo descoser la bastilla de mi falda nueva.
Mis pensamientos vuelven a ser interrumpidos cuando de repente, oigo murmurar a uno de mis familares: …cuando Socorro se iba a casar, su padre le preguntó que por qué se iba a casar de blanco… Yo me quedé inmóvil como una estatua al escuchar aquel secreto. Meditaba en todas las habladurías que había escuchado durante mi niñez. Aún hoy, me cuestiono una y otra vez ¿por qué le hizo esa pregunta a mi madre? Empecé a especular sobre la relación entre mi abuela y mi madre. Ella nunca le tuvo cariño a mi abuela. Tal vez esa era la razón por la cual mi madre la despreciaba. Mi madre se sintió abandonada por ella cuando la abuela tenía que laborar, aunque lo hiciera por necesidad. Creo que por eso, mi madre siempre se oponía rotundamente a que yo buscara un trabajo fuera de casa. Cada vez que me entraban las ganas de buscar un empleo, mi madre me gritaba mal humorada que no existía mejor lugar para una mujer que su casa. Mis oídos se resistían a escuchar tales palabras tan odiadas por mí. Y en efecto, nunca seguí los pasos de ella. Luché con ardor para conseguir un trabajo que me redituara.
Una vez más me cuestionaba ¿por qué mi madre odiaba tanto a mi abuela? ¿tal vez porque trabajaba fuera de casa? O quizá, ¿por qué no la protegía de su padre? Además, quedaba otro incertidumbre: ¿por qué mi madre siempre admiró de una manera descomunal a su padre? Por fin logré interpretar las pesadillas que mi madre me contaba. Ella me iba dejando indicios día con día, yo yo me he esforzado por descifrarlos. Vuelvo a mi niñez cuando ella nos narraba que por las noches la asustaban los espantos. Yo ponía bastante atención a su relato. Ella sentía que por las madrugadas éstos le jalaban los pies y alguien se apoderaba de su cuerpo, pero realmente no eran los fantasmas los que se adueñaban de mi madre, sino el cuerpo de su propio padre encima de ella. Este relato me aterrorizó tanto que por un tiempo yo sentía que alguien se apropiaba. también de mi cuerpo entero y, entonces, yo permanecía inmóvil y si posibilidad de hablar para pedir Socorro. No sabía que era. ¿Tal vez almas en pena? Pienso que fue mi inconsciente, el que producía estas trampas y yo, sin percetarme, las provocaba. Fue tal mi sugestión de lo que sentía, que mi madre le imploró al sacerdote de la parroquia que bendijera la casa para que los espantos cesaran sus fechorías. Trabata de borrar estas fijaciones de mi mente, pero me era inútil. Este relato y el desamor que ella sentía por la abuela, me dieron la clave para intuir que mi mabre había sido violada por mi abuelo. Un secreto más de familia. Me tomó años descubrir la causa de las acitudes misóginas de mi progenitora.
Mis pensamientos volvieron a ser interrumpidos por la llegada de otros concurrentes al velorio. Volví otra mirada al rostro de mi madre y me despedí por útima vez de ella, de esa mujer que me procreó entre rezos, padrenuestros y letanías, para el descanso de su alma y la mía.
I love how you use nature around you to create and image. You then go flawlessly into the story and end up back to that image. It all comes around. It makes sense. This is a really gripping memory. I feel that your choice to do it as a memory and to come out of the memory at the end and realize the world around you was very thoughtful and graceful.